|  | 
| Batalla de Tucumán | 
Vea usted: teníamos todo para perder
aquel día, pero igual nos moríamos de ganas por salir a degollar. Todavía no
había amanecido, y el general iba y venía dando órdenes en lo oscuro.
Cualquiera de nosotros, la simple soldadesca de aquella jornada, sabía que
nuestro jefe no tenía ni puta idea sobre táctica y estrategia militar. Que era
hombre de libros y de leyes, pero que había aceptado obediente el reto de
conducir el Ejército del Norte y pararles el carro a los godos. También
sabíamos, de oídas, que al enemigo lo manejaba con rienda corta un americano
traidor: Pío Tristán, nacido en Arequipa e instruido en España; nos venía
pisando los talones con 3000 milicos imperiales y habíamos tenido que vaciar y
quemar Jujuy para dejarles tierra arrasada. Muy triste, vea usted. Fue en los
primeros días de agosto de 1812. Y el general les ordenó a los pobladores que
tomaran lo que pudieran y destruyeran todo lo demás. Le digo la verdad: el que
se retobaba podía ser fusilado sin más trámite. No había muchas alternativas.
Ayudamos a arrear el ganado y a quemar las cosechas. Yo mismo lo vi con estos
mismos ojos, señor: al final cuando no quedaba nada ni nadie Belgrano salió a
caballo de la ciudad y se puso a la cabeza de la columna. Íbamos en silencio,
con sabor amargo, y tuvimos que cruzar tiros cuando una avanzada de los
españoles jodió a nuestra retaguardia a orillas del río Las Piedras. El general
mandó a la caballería, a los cazadores, los pardos y los morenos. Meta bala y
aceros. Y al final, a los godos no les daban las piernas para correr, señor, se
lo juro. Sospechábamos que nos habían atacado con muy poco, pero nosotros
veníamos de capa caída: darles esa leña y salir victoriosos fue un golpe de
orgullo.
Voy a decirle la verdad: cuando Belgrano se hizo cargo éramos un
grupo de hombres desmoralizados, mal armados y mal entretenidos. Y al llegar a
Tucumán no crea que habíamos mejorado mucho, aunque marchábamos con la moral en
alto. Ahí lo tiene a ese doctorcito de voz aflautada: nos acostumbró a la
disciplina y al rigor, y nos insufló ánimo, confianza y dignidad. Aunque en las
filas no nos chupábamos el dedo, señor. Pío Tristán nos perseguía con legiones
profesionales, sabía mucho más de la guerra y caería sobre nosotros de un
momento a otro.
Nos enteramos por un cocinero que incluso el gobierno de Buenos
Aires le había dado la orden a Belgrano de no presentar batalla y seguir hasta
Córdoba. Pero el general había resuelto desobedecer y hacerse fuerte en Tucumán.
Adelantó oficial y tropas con la misión de que avisaran al pueblo que ya
entraban para conquistar el apoyo de las familias más importantes y también
para reclutar a todo hombre que pudiera empuñar un arma. Había pocos fusiles, y
casi no teníamos sables ni bayonetas, así que cuatrocientos gauchos con lanzas
y boleadoras pusieron mucho celo en aprender los rudimentos básicos de la
caballería. Nosotros los mirábamos con desconfianza, para qué le voy a mentir.
"¿Y estos pobres gauchos qué van a hacer cuando los godos se nos vengan
encima?". La teníamos difícil, no sé si se da cuenta. Y estuvimos algunos
días fortificando la ciudad, armando la defensa, cavando fosos y trincheras, y
haciendo ejercicios. "Voy a presentar batalla fuera del pueblo y en caso
desgraciado me encerraré en la plaza para concluir con honor", les dijo
Belgrano a sus asistentes. La noticia corrió como reguero de pólvora. No tiene
usted idea lo que es aguardar la muerte, noche tras noche, hasta el momento de
la verdad. Le viene a uno un sabor metálico a la boca, se le clava un puñal
invisible en el vientre y se le suben, con perdón, los cojones a la garganta.
Uno no piensa mucho en esas horas previas. Sólo desea que empiece la acción de
una vez por todas y que pase nomás lo que tenga que pasar.
El general finalmente nos puso en movimiento en la madrugada del
24. Avanzamos en silencio absoluto hasta un bajío llamado Campo de las Carreras
y ahí estábamos juntando orina y con ganas de salir a degollar cuando apareció
el sol y comprobamos que los tres mil imperiales nos tenían a tiro de cañón.
Miré por primera vez a Belgrano en ese instante crucial, señor,
y lo vi pálido y decidido. Hacía tres días nomás le había enseñado a la
infantería a desplegar tres columnas por izquierda mientras la pobre artillería
se ubicaba en los huecos. Era la única evolución que habían ejercitado en la
ciudad. Pero los infantes lo hicieron a la perfección, como si no fueran
bisoños sino veteranos. El general ordenó entonces que avanzara la caballería y
que tocaran paso de ataque: los infantes escucharon aquel toque y calaron
bayoneta. Y antes o después, no lo recuerdo, dispuso Belgrano que nuestra
artillería abriera fuego. Varias hileras de maturrangos se vinieron abajo.
Volaban pedazos de cuerpos por el aire y se escuchaban los alaridos de dolor.
No puedo contarle con exactitud todos esos movimientos porque
fueron muy confusos. Sepa nomás que los godos nos doblaban en número, pero que
igualmente les arrollamos el ala izquierda y el centro. Y que su ala derecha
nos perforó a los gritos y a los sablazos. Tronaban los cañones y levantaba
escalofríos el crepitar de la fusilería. Todo se volvió un caos. Nos matábamos,
señor mío, con furia ciega y no se imagina usted lo que fue la entrada en
combate de los gauchos. Cargaron a la atropellada, lanzas enastadas con
cuchillos y ponchos coloridos, pegando gritos y golpeando ruidosamente los
guardamontes. Parecían demonios salidos del infierno: atropellaron a los godos,
los atravesaron como si fueran mantequilla, los pasaron por encima, llegaron
hasta la retaguardia, acuchillaron a diestra y siniestra, y se dedicaron a
saquear los carros del enemigo. Eran brutos esos gauchos. Brutos y valientes,
pero aquel saqueo los distrajo y los dispersó. Diga que los vientos estaban ese
día de nuestra parte. Y esto que le refiero no es sólo una figura, señor. Es la
pura realidad. Vea usted: en medio de la reyerta se arma un ventarrón violento
que sacude los árboles y levanta una nube de polvo. Y no me lo va a creer pero
antes de que llegara el viento denso vino una manga de langostas. De pronto se
oscureció el cielo, señor. Miles y miles de langostas les pegaban de frente a
los españoles y a los altoperuanos que les hacían la corte. Los paisanos más o
menos sabían de qué se trataba, pero los extranjeros no entendían muy bien qué
estaba ocurriendo. Dios, que es criollo, los ametrallaba a langostazos. Parecía
una granizada de disparos en medio de una polvareda enceguecedora. Le juro que
no le miento. Un apocalipsis de insectos, viento y agua misteriosa, porque
también empezó a llover. Nuestros enemigos creían que éramos muchos más que
ellos y que teníamos el apoyo de Belcebú. Muchos corrían de espanto hacia los
bosques. Y con tanto batifondo, sabe qué, apenas nos dimos cuenta de que
nuestra derecha estaba siendo derrotada y que armaban un gran martillo para
atacarnos por ese flanco.
Nosotros, que estábamos un poco deshechos, nos encontramos
entonces en el medio del terreno y haciendo prisioneros a cuatro manos. Unos y
otros nos habíamos perdido de vista, y el general cabalgaba preguntando cosas y
barruntando que las líneas estaban cortadas. Se cruzaba con dispersos de todas
las direcciones y los interrogaba para entender si la batalla estaba ganada o
perdida. Y todos le respondíamos lo mismo: "Hemos vencido al enemigo que
teníamos al frente". Belgrano permanecía grave como si nos hubiéramos
vuelto locos o si le estuviéramos metiendo el perro. Ya no se oía ni un tiro, y
mientras nuestro jefe regresaba a la ciudad, Tristán trataba de rearmarse en el
sur. La tierra estaba llena de sangre y de cadáveres, y de cañones abandonados.
Pero el peligro seguía siendo tanto que muchos patriotas debieron replegarse
sobre la plaza, ocupar las trincheras y prepararse para resistir hasta la
muerte. Creyendo aquel miserable godo que era dueño de la situación intimó una
rendición y advirtió que incendiaría la ciudad si no se entregaban. Nuestra
gente le respondió que pasarían a cuchillo a los cuatrocientos prisioneros. Ya
sabían adentro que Belgrano venía reuniendo a la caballería.
Pasamos la noche juntando fuerzas, cazando godos, despenando
agónicos y pertrechándonos en los arrabales. No tengo palabras para narrarle
cómo fueron aquellas tensas horas. Una batalla que no termina es un verdadero
suplicio, señor. Anhelábamos de nuevo que saliera el sol para que fuera lo que
Dios quisiera. Era preferible morir a seguir esperando.
Al romper el sol, el general había juntado a 500 leales. No se
oían ni los pájaros aquella madrugada del 25 de septiembre, y el jefe mandó
entrar por el sur y formar frente a la línea del enemigo. Estábamos cara a cara
y a campo traviesa. Eramos parejos y, después de tanta matanza, ahora el asunto
estaba realmente para cualquiera. Fue Belgrano quien esta vez intimó una
rendición. Les proponía a los realistas la paz en nombre de la fraternidad
americana. Tristán le contestó que prefería la muerte a la vergüenza.
Presuntuoso hijo de la gran puta, nos rechinaban los dientes de la bronca.
"Han de estar nerviosos -dijo mi teniente-. Cuando un gallo cacarea es que
tiene miedo."
Miramos a Belgrano esperando la orden de carga, pero el
doctorcito tenía un ataque de prudencia. Tal vez pensara que no estaba
garantizada una victoria, y que no podía arriesgarse todo en un entrevero. En
esos aprontes y dudas estuvimos todo el santo día, maldiciéndolo por lo bajo y
agarrados a nuestras armas. Por la noche los españoles se dieron a la fuga.
Habían perdido 61 oficiales. Dejaban atrás más de seiscientos prisioneros, 400
fusiles, siete piezas de artillería, tres banderas y dos estandartes. Y lo
principal: 450 muertos. Nosotros habíamos perdido 80 hombres y teníamos 200
heridos.
Belgrano ordenó que los siguiéramos y les picáramos la
retaguardia. Los realistas iban fatigados, con hambre y sed, y en busca de un
refugio. Y nosotros los perseguíamos dándoles sable y lanza, y escopeteando a
los más rezagados. No le cuento las aventuras que vivimos en esas horas, entre
asaltos y degüellos, entrando y saliendo, ganando y perdiendo, porque se me
seca la boca de sólo recordarlo, señor mío.
Regresamos a Tucumán con sesenta prisioneros más y muchos
compañeros nuestros rescatados de las garras de los altoperuanos. Éramos, en
ese momento, la gloriosa división de la vanguardia, y al ingresar a la ciudad,
polvorientos y cansados, vimos que el pueblo tucumano marchaba en procesión y
nos sumamos silenciosamente a ella. Allí iba el mismísimo general Belgrano, que
era hombre devoto, junto a Nuestra Señora de las Mercedes y camino al Campo de
las Carreras, donde los gauchos, los infantes, los dragones, los pardos y los
morenos, los artilleros y las langostas habíamos batido al Ejército Grande.
Créame, señor, que yo estaba allí también cuando el general hizo
detener a quienes llevaban a la
 Virgen  en andas. Y cuando, ante el gentío, se desprendió de
su bastón de mando y se lo colocó a Nuestra Señora en sus manos. Un tucumano
comedido comentó, en un murmullo, que la había nombrado Generala del Ejército,
y que Tucumán era "el sepulcro de la tiranía". La procesión siguió su
curso, pero nosotros estábamos acojonados por ese gesto de humildad. Había
desobedecido al gobierno y se había salido con la suya contra un ejército
profesional que lo doblaba en número y experiencia, pero el general no era
vulnerable a esos detalles, ni al orgullo ni a la gloria. No se creía la
pericia del triunfo. Le anotaba todo el crédito de la hazaña a esa Virgen
protectora, y no tenía ni siquiera la precaución de disimularlo ante el gentío.
Nosotros tampoco sabíamos, la verdad, que habíamos salvado la
revolución americana, ni que el cielo había guiado el juicio de nuestro
estratega ni que Dios había mandado aquellos vientos y aquellas langostas.
Recuerde: éramos la simple soldadesca y no creíamos en milagros. Veníamos de
merendar godos y altoperuanos por la planicie y todo lo que queríamos en ese
momento era un vaso de vino y un lugar fresco a la sombra. Pero mirábamos a ese
jefe inexperto y frágil y lo veíamos como a un gigante. Y lo más gracioso, vea
usted, es que a pesar del cuero curtido y el corazón duro de cualquier soldado
viejo, a muchos de nosotros empezaron a corrernos las lágrimas por el morro.
Porque Belgrano era exactamente eso. Un gigante, señor. Un gigante.
El siguiente texto, publicado
en la edición impresa de LA
 NACION  del sábado 18 de septiembre de 2010, pertenece a un
fragmento del libro Las
mujeres más solas del mundo, de Jorge Fernández Díaz.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Pueden comentar la nota aquí: